Es un error hablar de putrefacción. La putrefacción implica un antes y un después. Evoca un lento proceso de decadencia, y un pasado previo a la descomposición en que el cuerpo lucía intacto en su esplendor. El sanchismo nos priva incluso del consuelo de la nostalgia. No estamos ante un organismo que nació sano y que el tiempo descompuso; el sanchismo nació descompuesto. No podemos llorar la inocencia perdida, ni reconstruir una mítica edad dorada. Las revelaciones confirman que, a diferencia del felipismo, la corrupción no es el epílogo de esta era, sino su motivo fundacional. Todo empezó en 2018.
Mi renuncia a hablar de podredumbre trasciende lo semántico. Sería injusto que el sanchismo pasara a la historia como un proyecto de buenas intenciones que sucumbió a las tentaciones del poder, cuando fue el aparato que se puso en marcha para saciarlas. No es la historia de una virtud caída en desgracia, sino de la desgracia institucionalizada.
Por si los orígenes no fueran suficientemente desalentadores, duele observar que esta forma de gobernar se agudizó con la pandemia. En un momento de restricciones, muerte y miedo, los lobos del sanchismo afilaron los colmillos. Convirtieron la tragedia en un terreno fértil para la depredación. El contexto de la pandemia hace que la corrupción trascienda lo ruin y penetre en lo inhumano. Hemos asumido la corrupción con las mascarillas-que no es sólo patrimonio del sanchismo- pero a estas horas afloran las corruptelas a gran escala, que sí lo son. A través de la SEPI se distribuyeron millones a empresas con el pretexto del interés nacional. Rescates en muchos casos justificados, pero no en todos. Y no con esa urgencia. Mientras el Estado exigía a sus ciudadanos sacrificio, obediencia y confianza, sus propios tentáculos convirtieron la maldición en una oportunidad comercial. Si Pedro Sánchez sabía o no sabía es irrelevante: lo ocurrido basta para concluir que debe marcharse. Si esto no justifica su dimisión, nada lo hará.
Es importante subrayar que una corrupción de esta escala no sobrevive sin la indulgencia de muchos. En primer lugar, del partido. Los mismos que en 2016 consideraban que Sánchez sería letal para el PSOE se convencieron en 2018 de que era ideal para España. En cuanto tomó el poder, los motivos que habían llevado a su expulsión -su sed de poder, su falta de principios, su carencia de sentido institucional- se hicieron irrelevantes. No hay pruebas de que Sánchez sea un corrupto en sentido estricto, pero desde hace tiempo se conoce la corrupción de su moral política. No ha engañado a nadie, y menos en su partido.
La misma lógica se aplica a algunos sectores de la prensa, que abandonaron su responsabilidad en favor de un estado permanente de justificación. Se minimizaron los abusos de poder, se contextualizaron las mentiras, se reformularon los fracasos. Todo con el supuesto objetivo de contener a la extrema derecha. Una excusa eficaz: cuando la disidencia se presenta como una amenaza existencial, el escrutinio se convierte en traición. Cuando el adversario es un fascista, todo vale para cerrarle el paso. Incluido tolerar la corrupción de "los buenos". Tras haberlo justificado todo, solo les queda observar cómo el Estado que afirmaban defender se descompone ante sus ojos.