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Hay escritores cuya obra parece un archipiélago disperso; la de César Antonio Molina (La Coruña, 1952), en cambio, se ofrece como una suerte de continente donde cada libro prolonga un mismo paisaje moral.
Molina ha sido muchas cosas, de poeta a gestor cultural pasando ... por profesor o ministro; no son cargos menores, pero la enumeración de los mismos no da cuenta de su verdadero oficio: la costumbre, heroica y casi maniática, de pensar la relación entre cultura, memoria e identidad como fibras de una misma raíz europea.
Algunos de sus títulos forman parte de la conversación cultural de nuestro país: el demoledor 'La caza de los intelectuales', el clarividente 'Las democracias suicidas' o el apasionado '¡Qué bello será vivir sin cultura!', por no hablar de sus 'Memorias de ficción', que dan cuerpo a uno de los empresas ensayísticas más ambiciosas de los últimos años. De ese gran proyecto, 'Insurgentes' es la pieza más abiertamente combativa.
Molina levanta aquí una especie de panteón alternativo de figuras que se negaron a humillar la cerviz ante el poder. Hölderlin, Conrad, Valéry, Kafka, Arendt, Steiner, Rushdie… Grandes nombres, en efecto, aunque a Molina le interesa menos la efigie que la herida en carne viva. Aristóteles deja de ser el filósofo en su pedestal para comparecer como un hombre acusado de impiedad y expulsado de su polis.
Dante no es el poeta de los tercetos encadenados sino el ciudadano que, encadenando destierros, aprendió que los poderes castigan a quien pretende refrenarlos. Gracián destaca como un moralista de trinchera que desentrañó los peligros de confundir virtud con obediencia, al tiempo que el cosmopolitismo de Goethe ofrece un contrapunto saludable a nuestras actuales querencias identitarias.
Si Tolstói impugnó al Estado con la misma energía con que impugnaba su propia vida, Stevenson nos recuerda que escribir es casi un acto de fe, pues consiste en elegir la frase justo cuando el mundo se acelera para abolirla.
Molina inquiere qué queda del pensar en un tiempo en que la opinión, convertida en marejada turbia, amenaza con engullir hasta el último resto de discernimiento. La respuesta atraviesa todo el libro como un nervio en tensión: pensar entraña riesgo, y la cultura, cuando es verdadera, no se aviene jamás a las conminaciones del poder; muy al contrario, preserva con terquedad su vocación de intemperie.
Ahora la opinión, convertida en marejada turbia, amenaza con engullir hasta el último resto de discernimiento
Sería tentador leer Insurgentes como un manual de historia intelectual. Pero Molina, antes bien, rescata a los muertos para interpelar a los vivos. Orwell, Zambrano o Bauman aparecen como testigos incómodos de nuestro presente, espejos que devuelven la evidencia de que hoy al intelectual no se le persigue, sino que más propiamente se le adormece. De ahí que no sea preceptiva la prohibición de libros y baste con amilanar a quienes los escriben. El ruido, la sentimentalización del debate público y la censura emocional resultan, al parecer, más eficaces que los viejos métodos, tan poco sutiles.
'Insurgentes' es, además de una espléndida meditación sobre la memoria cultural europea, un acto de coraje a cargo de uno de nuestros intelectuales más completos. Pensar, sugiere Molina, sigue siendo un acto insurgente, aunque el mundo lo tolere con la condescendencia reservada a lo excéntrico. Nos recuerda que, para sobrevivir, la cultura exige algo tan simple y tan arduo como la fidelidad a uno mismo. Y también, dígase de paso, un punto de valentía.
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