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Era algo extraño y, al tiempo, fascinante; una obra que expandía una sensación de alucinante libertad, ajena a las modas, intempestiva sin dejar de ser radicalmente contemporánea. Aquella rareza que me tenía hechizado en el estand de ARCO de la galería Cayón (2025) ... la había realizado, como me aclararon, Inés Figaredo (Madrid, 1976), una artista a la que desconocía pero que se había incrustado en mi imaginación.
Ahora, su primera exposición en esa misma firma confirma que se trata de una creadora absolutamente extraordinaria que parte precisamente de lo infra-ordinario, de cosas tan comunes como un mantel o unas servilletas, para desplegar su expansivo concepto de lo pictórico.
Figaredo explica que lo que pretende es fabricar un tejido narrativo que «trasciende la represión y el control consciente de la lógica, la estética y la moralidad». Efectivamente, en sus fantásticas piezas se entreteje una subjetividad que asume el emplazamiento en su casa como destino. A la manera de Ariadna, consigue sortear los riesgos del laberinto que es la propia existencia, sin que afloren tanto los miedos como los gozos de lo cotidiano.
Así borda recetas que terminan por tener algo de 'letanías', o escribe sus meditaciones en torno al Yo en unos costales de arpillera llenos de paja. Tal vez, el viaje introspectivo que realiza necesite de toda esa sedimentación poética, en la que no falta la memoria de actividades (por ejemplo, en el perchero que proviene de una fábrica minera) que buscaban en lo oscuro lo esencial.
Aunque en sus obsesivas pinturas con puntos sobre tejidos puede encontrarse una analogía con el Minimalismo, en realidad, Figaredo no quiere estar atrapada en la reticulación fenomenológica. Tampoco sus neones son derivativos de los planteamientos ortodoxos del conceptual.
Ni la datidad ideal, ni la tautología pueden interesar a una mujer que ha convertido su casa en un espacio de ensoñación. La poética 'bachelardiana' de la inmensidad íntima se modula en Figaredo en unas escalas sorprendentes que llevan a que convierta un andamio en una alegoría de la 'casa originaria', que es, como ella misma manifiesta, la «condición para poder ser».
Si plantea la pregunta de en qué consiste habitar el mundo no es para reciclar a Heidegger que, a la postre, termina magnificando el pensamiento rememorante. Figaredo confía en los materiales comunes, desde un colchón a un columpio, introduciendo en el espacio de la galería unas enormes farolas que iluminan estos enigmas que tienen la misma trágica resolución de Edipo ante la Esfinge. Un coche infantil gira sobre sí, acaso indicando que todos los trayectos nos llevan a intentar asumir lo que somos.
Mi perplejidad admirativa hacia las obras de esta artista me lleva a escribir desde la incertidumbre, planteando líneas de fuga en relación con lo que entiendo –desde mi subjetividad– como 'objetos transicionales'.
Galería Cayón. Madrid. C/ Blanca de Navarra, 7 y 9. Hasta el 16 de enero. Cuatro estrellas.
Comprendo, sin afán de revelar ninguna verdad, estas hibridaciones estéticas como una demanda de ternura, en una materialización de lo que Lacan llamó 'extimidad', sin que la exposición de lo doméstico derive a la obscenidad. Aquí, en esta casa de los sueños, lo que siento es el anhelo profundo e inscrito en la piel de que deberíamos vivir de maravilla.
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