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Ilustración: Alba Martín Campos Navidades que enganchanLotería, regalos, comidas de empresa y celebraciones con familia y amigos alrededor de una mesa intensifican el riesgo de recaída para las personas que luchan contra su adicción al juego, alcohol, compras y a comer compulsivamente
Domingo, 21 de diciembre 2025, 00:20
Ese autoengaño es uno de los mayores peligros. Lo que para muchos es «solo una vez al año», para quien sufre una adicción puede suponer la reactivación de un ciclo de dependencia. «La conducta adictiva cumple siempre la misma función: ofrecer un alivio rápido, un escape, una sensación de control frente al malestar», señala Torres. Y precisamente por eso, el tratamiento no se limita a la abstinencia, sino que implica aprender herramientas para gestionar emociones, conflictos y límites personales.
La Navidad también expone otras fragilidades: estrés, soledad, nostalgia o expectativas familiares que chocan con la realidad. Todo ello configura un escenario especialmente vulnerable para quienes padecen una «enfermedad crónica» que no desaparece, pero que puede mantenerse bajo control. «No se cura, se aprende a vivir con ella, igual que ocurre con la diabetes», explica la psicóloga.
Planificación, anticipación de riesgos, apoyo profesional y entornos seguros se convierten así en elementos clave para atravesar unas fiestas que, tras el brillo y el consumo, esconden una realidad mucho menos festiva para miles de personas que luchan, día a día, por no recaer.
Mayte (61 años) Trastorno alimentario
«Estas fechas son de alto riesgo; son la muerte»
Durante años, Mayte vivió con la comida una relación que no se veía desde fuera. En público comía «como una señorita», incluso dejaba restos en el plato; en privado, la escena era otra. Chocolates escondidos bajo el colchón, dulces repartidos entre bolsos y cajones, compras duplicadas (una para la casa y otra solo para ella) y atracones silenciosos que acababan siempre igual: culpa, vergüenza y odio hacia sí misma. «Cuando empiezas a comer a escondidas, el problema ya es grave», afirma hoy con la serenidad de quien lleva cuatro años en recuperación.
Su adicción a la comida no nació del apetito, sino del dolor. Mayte explica que el comer compulsivo tiene un origen emocional profundo: traumas, violencias, depresiones y una incapacidad para gestionar el malestar. «La comida se convierte en refugio», resume. En su caso, el chocolate era su perdición. Podía comerse cinco o seis tabletas o una caja entera de bombones en un rato. Después, para poder seguir comiendo, se provocaba el vómito. Así desarrolló bulimia y graves secuelas físicas: «Te haces polvo el estómago y los ácidos te acaban destrozando la dentadura».
La adicción la empujó a una doble vida y al aislamiento. Dormía en una habitación separada de su marido para poder comer de noche, aunque trataba de evitarlo tomando pastillas para dormir y así evitar despertarse. Llegó a pensar en el suicidio: «No querer morir, pero no querer vivir así». El punto de inflexión llegó tras un accidente de tráfico que la dejó meses sin salir de cas y sin posibilidad de ir a comprar su «droga». La ansiedad se desbordó. Fue entonces cuando una psiquiatra la derivó a la asociación OA Comedores Compulsivos. Al escuchar testimonios idénticos al suyo, sintió alivio: «No estaba loca, estaba enferma».
La recuperación no fue fácil. Implicó abstinencia total de azúcar, harinas refinadas y edulcorantes, con un «mono» comparable al de otras adicciones. Aprendió a apoyarse en el grupo, a pedir ayuda antes del atracón y a soltar la falsa fuerza de voluntad para abrazar la «buena voluntad»: confiar, compartir y vaciar la mochila emocional. Hoy, cuatro años después, ha superado ya cuatro Navidades. Para ella, estas fechas siguen siendo «de alto riesgo; son la muerte», zanja. Mesas llenas de dulces, presión social y el constante «por uno no pasa nada». Mayte se sienta con polvorones delante y no los toca. La sostiene la memoria del sufrimiento pasado y una certeza aprendida a base de dolor: para un adicto, uno nunca es solo uno.
Ahora, como secretaria general de la asociación, ayuda a otras personas. Su vida, dice, no tiene nada que ver con la de antes. Come, celebra y convive con la comida sin que ésta decida por ella. Y eso, para alguien que vivió con un hierro candente en la mano cada día, es una forma de libertad.
Carlos (43 años) Alcoholismo
«Tengo que estar atento para no llenar el vacío del alcohol con otras adicciones»
Para Carlos, malagueño de 43 años, estas serán sus primeras Navidades sin beber desde que era adolescente. «La Navidad está llena de estímulos», admite. «Y cuando tienes una adicción, no se trata de demostrar fuerza, sino de aprender a protegerte».
Carlos empezó a beber a los 16 años, como tantos otros, de forma social y normalizada. Fines de semana, comidas, encuentros tras el trabajo. Durante la pandemia y el ERTE que llevó a cabo la empresa en la que trabajaba (y trabaja) como organizador de eventos, el alcohol se convirtió en una vía rápida para anestesiar ansiedad y estrés. En los últimos dos años, coincidiendo con conflictos de pareja y una separación que se materializó en octubre de 2024, el consumo se agravó. Bebía a escondidas (cerveza básicamente) durante el teletrabajo. Bajaba al trastero o salía de casa, pero nunca en los bares. No acababa borracho, pero estaba ausente, apático e irritable. «Era otra persona», resume.
Negó la mayor hasta que su madre y su hermano se sentaron un día con él y le hicieron ver que tenía un problema. De aquella conversación salió su primera cita terapéutica en la Clínica Forum Salud Mental Málaga. Allí se reconoció punto por punto en la adicción e inició un tratamiento con terapia grupal y enfoque psico-conductual. Hoy acumula casi nueve meses de abstinencia.
Estas fiestas suponen un reto añadido: «Invitan al consumo de todo, incluso al que no consume habitualmente». «Hay lotería, infinidad de comidas, compras, luces… todo activa», explica. Su estrategia no es exponerse sin más, sino anticiparse. Identifica señales corporales, evita situaciones de riesgo y coloca barreras prácticas: sentarse en un bar de espaldas a la puerta para evitar ver entrar y salir al camarero con bebidas, centrarse en la conversación, retirarse a tiempo. Carlos evita hasta acudir a calle Larios a ver el espectáculo de luces, porque es un estímulo que recuerda a navidades pasadas y a todo lo que eso representa. Él ya lo experimentó en el pasado Black Friday, cuando tuvo que abandonar unos grandes almacenes y terminar de hacer la compra 'on line' desde casa. «Tengo que estar atento para no llenar el vacío del alcohol con otras adicciones, como el juego o las compras».
Estas Navidades serán sobrias y tranquilas, en casa de su madre y su hermano, ambos implicados en su proceso. No habrá vino en los guisos, ni brindis (ni siquiera con bebidas sin alcohol), ni uvas por la asociación que lleva implícita a la celebración. «No es dramatizar, es cuidarme», resume.
Su mayor motivación fueron sus hijos, de 7 y 3 años. El miedo a perderlos lo empujó a pedir ayuda; hoy entiende que debe estar bien para que ellos estén bien. Es el mejor refuerzo para no meterse en la boca del lobo y avanzar en unas fiestas que por primera vez no girarán en torno al alcohol.
Adam (36 años) Ludopatía
«Mi familia ha eliminado la lotería hasta de las conversaciones»
A los 15 años, Adam descubrió las tragaperras atraído por el dinero fácil. No había alcohol, drogas ni otras adicciones alrededor: solo el juego. Con el tiempo, la intermitencia de las luces multicolores y el soniquete de aquellas máquinas dejaron de bastarle, se aburría, y dio el salto a las apuestas deportivas, la ruleta y el blackjack. «Yo pensaba que tenía el control», recuerda. Jugaba con su dinero, sin deudas aparentes, convencido de que aquello era solo entretenimiento.
La falsa sensación de dominio se rompió cuando sus ingresos crecieron. Con 21 años, como jefe de ventas en una empresa que vendía servicios televisivos, cuanto más ganaba, más gastaba. «Y llegó un momento en que en dos días me gasté una nómina de 5.000 euros», recuerda. Fue entonces cuando el juego dejó de ser ocio para convertirse en una urgencia. Para seguir apostando y recuperar lo perdido, comenzaron los préstamos, los prestamistas y las mentiras. «Ahí empieza el infierno», resume. Manipuló, engañó y cometió fraudes para conseguir dinero. «He llegado a vender una licencia de taxi falsa por 150.000 euros», desliza. Su familia, con recursos económicos, lo rescató una y otra vez, retrasando el choque con la realidad. «Sabía que tenía un problema, pero no quería ponerle nombre: adicción».
Hace cuatro años ingresó por primera vez en un centro y logró mantenerse dos años «limpio». Pero la confianza excesiva fue su peor enemigo. Creyó que estaba curado, que podía volver «solo una vez». Recaer fue inmediato y devastador. «Caí más hondo que nunca». Los conflictos familiares se agravaron hasta que su padre llegó a plantearse pedir la custodia de sus hijos. La posibilidad real de perderlos fue el punto de inflexión. Adam decidió ingresar de nuevo, esta vez con una certeza clara: no podía controlar el juego.
Hoy lleva un año en recuperación. Afronta la Navidad con un plan estricto. Se levanta temprano, camina, pasa tiempo con sus hijos y evita quedarse solo. Su familia ha eliminado la lotería de las conversaciones y de la casa. Ha cortado relaciones vinculadas al juego y cambia de ruta para no pasar por salones de apuestas. Cuando la tentación aparece, llama a compañeros de tratamiento y «descarga» lo que siente.
Para Adam, estas fechas son las más «peligrosas» del año. «De septiembre a enero es cuando más recaídas hay», asegura. La nostalgia, las pérdidas y el ruido emocional empujan a muchos a buscar refugio en el consumo. Por eso critica la normalización social del juego y la falta de educación preventiva. «Hay mucha gente sufriendo en silencio», advierte. Él ya no lo hace. Ha aprendido que hablar y pedir ayuda no es debilidad, sino la única forma de seguir jugando la partida más importante de su vida.
Mónica (53 años) Oniomanía
«Esta época es durísima; el bombardeo para que consumas es constante»
Para Mónica (nombre ficticio), la Navidad no empieza en Nochebuena ni termina el día de Reyes. Arranca mucho antes, con el Black Friday, continúa con los regalos, las cenas, las rebajas y se alarga durante meses. «Es una época durísima», resume. A sus 53 años, esta administrativa malagueña sabe bien de lo que habla, porque se encuentra en fase avanzada de recuperación tras más de una década de consumo compulsivo.
El peligro no está solo en el acto de comprar, sino en el contexto. «Es un bombardeo constante», explica. Anuncios, escaparates, centros comerciales llenos y la presión social por estrenar algo nuevo o hacer regalos convierten estas fechas en un terreno especialmente resbaladizo. «Antes veía algo y se despertaba un deseo que tenía que satisfacer sí o sí. Ahora sé que esa obsesión es una señal de alarma», reconoce.
Durante años, comprar fue su vía de escape frente a la tristeza, la ansiedad y una baja autoestima que arrastraba desde joven. El alivio era inmediato, pero efímero. «La satisfacción duraba muy poco y enseguida necesitaba otra cosa», cuenta. El resultado fue devastador: deudas de miles de euros, un despido tras 23 años de trabajo y un proceso judicial que le hizo tocar fondo.
Hoy, con terapia y apoyo en la asociación malagueña Amalajer, afronta la Navidad desde otro lugar, aunque sin bajar la guardia. Su estrategia pasa por evitar el riesgo antes de que aparezca. «No voy a centros comerciales, no piso El Corte Inglés desde hace dos años y cerré redes sociales como Instagram y Facebook porque había muchas tentaciones», explica. Tampoco compra sola: cualquier gasto necesario lo decide junto a su marido, que gestiona la economía familiar. «No es prohibirse vivir, es protegerse», aclara.
Las primeras Navidades en recuperación fueron especialmente difíciles. «En 2023 no hubo regalos. Nada», recuerda. Con el tiempo, ha aprendido a distinguir entre necesidad y capricho y a reutilizar lo que ya tiene. «Te das cuenta de que no necesitas tantas cosas y de que estrenar no te hace más feliz», dice.
Mónica advierte de que el problema no siempre se mide por el dinero gastado. «Hay gente que no se endeuda, pero vive obsesionada con comprar y recibir paquetes. Eso también es una adicción», subraya. Por eso lanza un mensaje claro en estas fechas: «Si compras para tapar lo que sientes y la satisfacción te dura muy poco, párate. Ahí hay algo que mirar». Para ella, la clave está en vivir las 24 horas. «Hoy estoy bien, mañana ya veremos. Cada día es una oportunidad de no volver al punto donde todo se rompió».
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