- RADOSAW SIKORSKI
Si Europa no traduce su peso económico en una autonomía de seguridad y Defensa, el continente corre el riesgo de convertirse en un mero tablero de juego para las superpotencias.
A veces me preguntan qué me quita el sueño. La respuesta es relativamente sencilla. Es el temor a que el orden internacional de posguerra -moldeado por los recuerdos de la Segunda Guerra Mundial y el trauma del Holocausto, y construido sobre los cimientos del compromiso político, el respeto a la soberanía de otros países, el libre mercado, las libertades civiles y la protección de las minorías- se derrumbe.
"Nunca más", la promesa y la ambición de no repetir los errores que condujeron a la tragedia de la Segunda Guerra Mundial, ha dado forma durante décadas a las instituciones internacionales y a las políticas de seguridad. Pero ahora, la influencia aleccionadora de este lema ha menguado. En todo el mundo están estallando focos de tensión, desde la amenaza de intervención militar estadounidense en Venezuela, la brutal guerra civil en Sudán y la continua inestabilidad en Oriente Medio, hasta la guerra en Ucrania y las crecientes tensiones en el estrecho de Taiwán. Todas estas crisis tienen implicancias globales.
Ante esta infinidad de emergencias, no sorprende que Occidente, en sentido amplio, se enfrente a su mayor desafío en décadas. La raíz de este desafío reside en una sensación de agotamiento civilizador, del que nuestros adversarios han tomado nota, convencidos de que ha llegado su hora.
¿Pero es así? Han transcurrido más de 1.350 días desde que Rusia lanzó su operación militar especial de tres días -su guerra de agresión ilegal y no provocada- contra Ucrania. Al menos 1,5 millones de soldados ucranianos y rusos han resultado heridos o muertos en los combates desde entonces, más de mil por día. El régimen del presidente ruso, Vladímir Putin, y solo él, es plenamente responsable de este elevado número de víctimas.
Lamentablemente, deberíamos esperar más muerte y destrucción. Rusia está atacando la infraestructura energética de Ucrania (tanto con misiles como con drones) en un intento de doblegar la voluntad del país, sumiendo a sus ciudades en la oscuridad invernal y en un frío gélido. A pesar de los crecientes problemas económicos, el Kremlin está aumentando el gasto militar hasta casi el 40% del presupuesto del país. Sus aviones y drones violan el espacio aéreo de la OTAN y causan interrupciones en los aeropuertos, no solo en países vecinos como Estonia, sino también en Alemania, Dinamarca y Suecia. Su maquinaria bélica se acelera y su objetivo es claro: intimidar no solo a los ucranianos, sino también a las sociedades occidentales.
Este comportamiento deja claras tres cosas. Primero, Putin no está ni ha estado interesado en la paz. Segundo, cada violación territorial, cada incendio provocado, cada ciberataque no es un error, sino parte de una estrategia deliberada para poner a prueba la resiliencia de Europa y sus aliados. Y tercero, estas provocaciones no son una señal de fortaleza, sino de creciente debilidad.
A pesar de la determinación y crueldad del Kremlin a la hora de librar su guerra, su esfuerzo por someter a Ucrania ha sido un fracaso catastrófico. Rusia ha perdido o ha dejado lisiados a más de un millón de sus ciudadanos (aproximadamente otro millón ha huido del país), ha roto relaciones comerciales lucrativas con Europa, ha obligado a dos nuevos países (Finlandia y Suecia) a ingresar en la OTAN, ha malgastado cientos de miles de millones de dólares y se ha vuelto más dependiente de sus aliados autoritarios. Sin su ayuda, esta guerra habría terminado hace mucho tiempo con la derrota del agresor.
Pero, aunque Rusia esté debilitada económica, demográfica y políticamente, sigue siendo una grave amenaza, tanto para Europa como para el orden mundial. Con Estados Unidos y China enfrascados en una rivalidad geopolítica, Rusia se esfuerza por convertirse en el tercer pilar de una tríada global, a expensas de Europa. El desafío de la UE es traducir su tamaño económico en liderazgo e influencia global.
Eso es algo que solo una Europa unida puede lograr; una Europa dividida quedará paralizada. Por lo tanto, la UE se enfrenta a una difícil disyuntiva: o se convierte en una comunidad capaz de actuar, o acepta quedar reducida a un patio de recreo para las superpotencias, al menos en lo que respecta a la recopilación de datos y el comercio.
El único camino hacia el éxito en este ámbito pasa por una cooperación más profunda en materia de seguridad, migración, tecnología y política exterior. Así es como podemos desarrollar la fuerza necesaria para disuadir a los agresores, mantener la cohesión social, defender los valores en los que se basa nuestra civilización y, por último, pero no por ello menos importante, ganarnos el respeto de nuestros aliados, principalmente de Estados Unidos.
La UE y Estados Unidos mantienen la relación económica más beneficiosa del mundo. Juntos representan aproximadamente el 44% del PIB global y casi el 30% del comercio global de bienes y servicios. Ambas partes siguen siendo los principales socios comerciales e inversores recíprocos, y millones de puestos de trabajo dependen de su cooperación. Cuestionar esta relación no debe hacerse a la ligera, ya que los regímenes revisionistas -especialmente en Moscú- observan de cerca. Putin está monitoreando los cambios en el terreno y podría ver 2026 como una oportunidad para poner a prueba la determinación de Occidente mediante la intensificación de la guerra híbrida, los ciberataques o la presión energética.
La alianza occidental conserva un gran potencial y atractivo. Durante décadas ha sustentado la prosperidad global, la estabilidad democrática y el progreso tecnológico. Dejar que se desmorone no solo debilitaría a Occidente, sino que redefiniría el mundo tal y como lo conocemos. Un Occidente dividido abre la puerta a un futuro caótico, en el que los valores democráticos y los derechos humanos den paso a la fuerza bruta. La desunión nos costará muy caro.
Nuestro orden global, basado en el respeto del derecho internacional, ciertamente es imperfecto, como todas las creaciones humanas. Pero a pesar de sus defectos, sigue siendo la mejor herramienta que tenemos para evitar el caos global. Debe actualizarse y modificarse constantemente, pero mediante el debate y la negociación, no mediante guerras y exterminio.
O la defendemos, o la promesa solemne de nuestros abuelos -"Nunca más"- pronto se romperá, tan solo ocho décadas después de que ellos la hicieran. Esa perspectiva debería quitarnos el sueño a todos.
Radosaw Sikorski | Ministro de Asuntos Exteriores y viceprimer ministro de Polonia
Project Syndicate
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