En la madrugada del 3 de febrero de 2023, un tren de mercancías que transportaba productos químicos tóxicos descarriló en East Palestine, un pequeño pueblo de Ohio, Estados Unidos. Durante días, los vagones derramaron su contenido sobre el suelo, el agua y el aire, convirtiendo aquel rincón industrial en el epicentro de una catástrofe ambiental. Mientras las autoridades trataban de evaluar los efectos a largo plazo sobre la salud humana, un grupo de científicos decidió mirar hacia los perros del vecindario.
Los investigadores pidieron a las familias que colocaran en los collares de sus animales unas etiquetas de silicona capaces de absorber compuestos químicos del entorno. La idea era que si los perros viven en las mismas casas, respiran el mismo aire y beben de la misma agua que nosotros, ¿por qué no medir en ellos los efectos invisibles de la contaminación? Los primeros resultados, aún preliminares, sugieren que los perros que viven más cerca del punto del accidente estuvieron expuestos a niveles inusualmente altos de ciertos compuestos. Ahora, los científicos analizan sus muestras de sangre para comprobar si esos químicos pueden haber causado alteraciones genéticas asociadas al cáncer.
Así arranca el concienzudo reportaje de la periodista científica Emily Anthes en The New York Times, una investigación que recupera la idea de que los animales de compañía no solo comparten nuestra vida, sino también nuestros riesgos, y pueden ser las primeras señales que nos adviertan de lo que respiramos.
Los nuevos centinelas
Hace más de un siglo, los mineros bajaban a las galerías con canarios. Si el pájaro dejaba de cantar, era señal de presencia de gases tóxicos. Aquella práctica desapareció, pero su lógica, la de aprovechar la presencia de los animales como indicadores biológicos, ha vuelto.
En Estados Unidos, varios equipos de investigación están utilizando a perros y gatos como centinelas ambientales. La idea es analizar su exposición cotidiana a tóxicos para detectar riesgos que podrían pasar desapercibidos en las personas. Después de un accidente químico, por ejemplo, o de un incendio forestal, los científicos miden las sustancias presentes en el cuerpo de los animales que viven cerca. Lo que encuentran suele ser un espejo de lo que respiran y beben los habitantes humanos de la zona.
La genetista Elinor Karlsson, citada por Emily Anthes en el reportaje del NYT, explica que “las mascotas que viven en nuestros hogares están expuestas a las mismas cosas que nosotros”. Su proyecto, Darwin’s Dogs, reúne a miles de familias que envían muestras biológicas de sus perros, desde orina hasta mechones de pelo, para estudiar cómo la contaminación interactúa con la genética y la salud.
Señales que aparecen antes
Los resultados iniciales apuntan a la conclusión de que los animales manifiestan antes los efectos del entorno. Por su tamaño, su metabolismo y su vida más corta, los síntomas aparecen en ellos cuando en nosotros todavía no hay rastro. Tos, irritaciones, inflamaciones o incluso alteraciones genéticas son los primeros avisos de un ambiente que se deteriora.
En regiones donde la calidad del aire fluctúa, los veterinarios han observado un patrón repetido y es que cuando suben los niveles de partículas contaminantes, aumentan las visitas por problemas respiratorios a las clínicas de salud animal. Cuando el aire mejora, bajan. Un estudio citado por la periodista científica calcula que si los países mantuvieran los límites de contaminación recomendados por la Organización Mundial de la Salud, podrían evitarse entre 80.000 y 290.000 consultas veterinarias al año. Una cifra que, más allá de lo económico, muestra que la salud de nuestros animales está íntimamente ligada al aire que compartimos.
Lo que sus cuerpos cuentan
Los animales de compañía no solo respiran nuestro aire, también se exponen a pesticidas en los parques, a los metales pesados en el polvo doméstico y compuestos químicos persistentes que se acumulan en alfombras o sofás. Su vida a ras de suelo y su contacto directo con superficies contaminadas los convierte en termómetros biológicos de la contaminación interior y exterior.
En algunos casos, esas señales han servido para prevenir tragedias mayores. Cuando los veterinarios detectaron niveles alarmantes de plomo en la sangre de varios perros tras una crisis sanitaria de agua contaminada en Michigan, avisaron a las autoridades locales. Al analizar el agua de las viviendas, descubrieron que también estaba contaminada. Es decir, los animales domésticos alertaron, sin saberlo, de un peligro compartido.
La ciencia que nace del cuidado
La clave de esta nueva línea de investigación está en la colaboración ciudadana. Miles de personas han cedido datos o muestras de sus animales para proyectos científicos movidas por una razón emocional antes que científica: la preocupación por su bienestar. “La gente está preocupada por la salud de sus perros, y eso, para la ciencia, es una oportunidad”, explica Elinor Karlsson para el reportaje.
Esa ayuda permite estudiar cómo los contaminantes se mueven por nuestras ciudades, qué tóxicos están presentes en los hogares y cómo afectan a los organismos. Pero también revela que nuestra salud y la suya ya no pueden separarse. Lo que enferma a los perros y gatos acaba enfermándonos a nosotros.
La veterinaria Audrey Ruple, de la Universidad de Virginia Tech, lo resume con una frase que debería grabarse en la puerta de cualquier laboratorio ambiental: “Nuestros perros siempre han sido guardianes, de los rebaños, de las casas, de la familia. Ahora también son guardianes de nuestra salud”.
Los investigadores pidieron a las familias que colocaran en los collares de sus animales unas etiquetas de silicona capaces de absorber compuestos químicos del entorno. La idea era que si los perros viven en las mismas casas, respiran el mismo aire y beben de la misma agua que nosotros, ¿por qué no medir en ellos los efectos invisibles de la contaminación? Los primeros resultados, aún preliminares, sugieren que los perros que viven más cerca del punto del accidente estuvieron expuestos a niveles inusualmente altos de ciertos compuestos. Ahora, los científicos analizan sus muestras de sangre para comprobar si esos químicos pueden haber causado alteraciones genéticas asociadas al cáncer.
Así arranca el concienzudo reportaje de la periodista científica Emily Anthes en The New York Times, una investigación que recupera la idea de que los animales de compañía no solo comparten nuestra vida, sino también nuestros riesgos, y pueden ser las primeras señales que nos adviertan de lo que respiramos.
Los nuevos centinelas
Hace más de un siglo, los mineros bajaban a las galerías con canarios. Si el pájaro dejaba de cantar, era señal de presencia de gases tóxicos. Aquella práctica desapareció, pero su lógica, la de aprovechar la presencia de los animales como indicadores biológicos, ha vuelto.
En Estados Unidos, varios equipos de investigación están utilizando a perros y gatos como centinelas ambientales. La idea es analizar su exposición cotidiana a tóxicos para detectar riesgos que podrían pasar desapercibidos en las personas. Después de un accidente químico, por ejemplo, o de un incendio forestal, los científicos miden las sustancias presentes en el cuerpo de los animales que viven cerca. Lo que encuentran suele ser un espejo de lo que respiran y beben los habitantes humanos de la zona.
La genetista Elinor Karlsson, citada por Emily Anthes en el reportaje del NYT, explica que “las mascotas que viven en nuestros hogares están expuestas a las mismas cosas que nosotros”. Su proyecto, Darwin’s Dogs, reúne a miles de familias que envían muestras biológicas de sus perros, desde orina hasta mechones de pelo, para estudiar cómo la contaminación interactúa con la genética y la salud.
Señales que aparecen antes
Los resultados iniciales apuntan a la conclusión de que los animales manifiestan antes los efectos del entorno. Por su tamaño, su metabolismo y su vida más corta, los síntomas aparecen en ellos cuando en nosotros todavía no hay rastro. Tos, irritaciones, inflamaciones o incluso alteraciones genéticas son los primeros avisos de un ambiente que se deteriora.
En regiones donde la calidad del aire fluctúa, los veterinarios han observado un patrón repetido y es que cuando suben los niveles de partículas contaminantes, aumentan las visitas por problemas respiratorios a las clínicas de salud animal. Cuando el aire mejora, bajan. Un estudio citado por la periodista científica calcula que si los países mantuvieran los límites de contaminación recomendados por la Organización Mundial de la Salud, podrían evitarse entre 80.000 y 290.000 consultas veterinarias al año. Una cifra que, más allá de lo económico, muestra que la salud de nuestros animales está íntimamente ligada al aire que compartimos.
Lo que sus cuerpos cuentan
Los animales de compañía no solo respiran nuestro aire, también se exponen a pesticidas en los parques, a los metales pesados en el polvo doméstico y compuestos químicos persistentes que se acumulan en alfombras o sofás. Su vida a ras de suelo y su contacto directo con superficies contaminadas los convierte en termómetros biológicos de la contaminación interior y exterior.
En algunos casos, esas señales han servido para prevenir tragedias mayores. Cuando los veterinarios detectaron niveles alarmantes de plomo en la sangre de varios perros tras una crisis sanitaria de agua contaminada en Michigan, avisaron a las autoridades locales. Al analizar el agua de las viviendas, descubrieron que también estaba contaminada. Es decir, los animales domésticos alertaron, sin saberlo, de un peligro compartido.
La ciencia que nace del cuidado
La clave de esta nueva línea de investigación está en la colaboración ciudadana. Miles de personas han cedido datos o muestras de sus animales para proyectos científicos movidas por una razón emocional antes que científica: la preocupación por su bienestar. “La gente está preocupada por la salud de sus perros, y eso, para la ciencia, es una oportunidad”, explica Elinor Karlsson para el reportaje.
Esa ayuda permite estudiar cómo los contaminantes se mueven por nuestras ciudades, qué tóxicos están presentes en los hogares y cómo afectan a los organismos. Pero también revela que nuestra salud y la suya ya no pueden separarse. Lo que enferma a los perros y gatos acaba enfermándonos a nosotros.
La veterinaria Audrey Ruple, de la Universidad de Virginia Tech, lo resume con una frase que debería grabarse en la puerta de cualquier laboratorio ambiental: “Nuestros perros siempre han sido guardianes, de los rebaños, de las casas, de la familia. Ahora también son guardianes de nuestra salud”.