Una pareja japonesa consulta su teléfono móvil.
Asia Herencias huérfanas y recaudación récord: la soledad de los 'baby boomers' engorda las cuentas públicas de JapónSólo en 2024 el Estado ingresó 129.000 millones de yenes. En plena crisis demográfica y laboral, el fenómeno revela la incapacidad del país para gestionar el envejecimiento y obliga a replantear el destino de esos recursos.
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Josep Solano Tokio Publicada 22 diciembre 2025 02:34hLas claves nuevo Generado con IA
Japón ha registrado un récord en recaudación por herencias sin herederos, superando los 129.000 millones de yenes en 2024, casi cuatro veces más que hace una década.
El envejecimiento acelerado, la disminución de matrimonios y el aumento de muertes en soledad impulsan el flujo de patrimonios hacia el Estado, mientras millones de viviendas quedan abandonadas.
El marco legal japonés dificulta la donación y reutilización social de bienes sin testamento, saturando los tribunales y bloqueando activos durante años.
Este fenómeno refleja la ruptura del contrato social posguerra y genera un incentivo perverso para el Estado, que obtiene ingresos extraordinarios en un contexto de declive demográfico y económico.
El Gobierno japonés ha registrado un récord sin precedentes: en 2024, la Agencia Tributaria ingresó más de 129.000 millones de yenes (unos 700 millones de euros) procedentes de sucesiones sin herederos, casi cuatro veces más que hace una década.
Detrás de esa cifra no hay una anomalía contable, sino el resultado de una transformación demográfica brusca: envejecimiento acelerado, desplome de los matrimonios y un aumento sostenido de defunciones en soledad han generado una nueva corriente de patrimonios que, al no tener reclamantes, acaban automáticamente en manos del Estado.
Japón envejece a pasos agigantados: registra mínimo de nacimientos y peligran las pensionesEl proceso, además, es lento y costoso ya que cuando una persona fallece sin cónyuge ni descendencia, un liquidador designado por el tribunal de familia debe saldar deudas, impuestos y gastos funerarios antes de que los bienes puedan transferirse al erario público.
En la práctica, eso convierte viviendas, terrenos y cuentas bancarias en activos bloqueados durante años por trámites judiciales.
Paralelamente, el país acumula ya más de nueve millones de viviendas abandonadas (akiya) que se deterioran sin que nadie asuma su propiedad ni su mantenimiento.
Los ayuntamientos, especialmente en pueblos y ciudades medias, destinan recursos crecientes a inspeccionar, tapiar o demoler inmuebles, lo que genera una paradoja clara: ingresos extraordinarios para el Estado central y una carga operativa y social cada vez mayor para las administraciones locales.
La paradoja se acentúa al observar quiénes son los protagonistas de esta tendencia. Buena parte de las personas que hoy mueren sin herederos pertenecen a la generación que levantó el Japón moderno. Los baby boomers de la posguerra, protagonistas del milagro económico, llegan ahora al final de la vida sin cónyuge, sin hijos o con vínculos familiares rotos.
Décadas de jornadas laborales extremas, renuncias personales y un modelo social que penalizó el cuidado y la conciliación han desembocado en una vejez marcada por el aislamiento. A ello se suma un tabú persistente: hablar de la muerte y planificar el reparto del patrimonio sigue siendo incómodo en una sociedad que evita el conflicto hasta el último momento.
El resultado es que millones de personas mayores fallecen sin haber redactado testamento, aun sabiendo que sus bienes acabarán irremediablemente en manos del Estado.
El marco legal japonés ofrece escasas alternativas. La legislación sólo permite destinar el patrimonio a terceros —como por ejemplo a cuidadores, amigos o entidades sociales— mediante un testamento formal; sin él, no existe margen para la donación ni para usos comunitarios.
Incluso cuando existen herederos lejanos, los procesos de localización y consenso pueden prolongarse durante años, bloqueando propiedades y saturando los tribunales de familia.
Expertos en derecho sucesorio advierten de que el sistema no está preparado para la avalancha que se avecina: con más de 1,6 millones de fallecimientos anuales y una población cada vez más envejecida, el número de patrimonios sin dueño crecerá de forma sostenida.
Al mismo tiempo, el auge de estas herencias sin heredero genera un incentivo perverso para la administración central. Cada patrimonio que acaba en manos del Estado supone una inyección directa de ingresos extraordinarios en un contexto de estancamiento económico, envejecimiento acelerado y presión creciente sobre el sistema de pensiones y sanidad.
La OCDE insiste sobre los riesgos del envejecimiento de la población en JapónEl aumento de la recaudación —cuadruplicada en apenas una década— no exige reformas impopulares ni subidas explícitas de impuestos, lo que reduce la urgencia política de abordar el problema de raíz.
Analistas y expertos señalan un conflicto de intereses evidente: cuanto más se agrava la desintegración familiar, mayor es el flujo de activos hacia el Estado y menor el incentivo para impulsar cambios legales que faciliten la donación, el testamento o la reutilización social de estos bienes.
La raíz del problema es, en buena medida, cultural y política. Durante décadas, el modelo familiar japonés descansó en la presunción de continuidad: matrimonio, descendencia y transmisión patrimonial dentro del linaje. Ese esquema se ha erosionado sin que el marco legal se haya adaptado.
Hablar de testamentos, designar herederos alternativos o planificar el final de la vida sigue siendo un tabú para buena parte de la población mayor, incluso entre quienes saben que morirán solos. A ello se suma una legislación rígida que dificulta canalizar bienes hacia cuidadores, ONG o iniciativas sociales si no existe un testamento formal.
El resultado es un sistema que penaliza la previsión y premia, de facto, la inacción: quien no decide, entrega su legado al Estado.
El mensaje implícito que el Gobierno envía a las generaciones jóvenes es tan silencioso como devastador. En un país en el que formar una familia es cada vez más difícil, la vivienda es cara en las zonas con empleo y la conciliación familiar sigue siendo una quimera, el Estado no ofrece incentivos reales para construir proyectos de vida estables.
Vida diaria en Japón EP
El contrato social que sostuvo el Japón de la posguerra —trabajo duro a cambio de seguridad, familia y continuidad— se ha ido resquebrajando sin que nadie se haya atrevido a proponer uno nuevo.
El resultado es una generación que trabaja, cotiza y sostiene un sistema que no le promete ni estabilidad vital ni retorno simbólico. Los jóvenes perciben que el Estado asumeque no tendrán hijos, que vivirán solos y que, finalmente, su patrimonio acabará revirtiendo automáticamente a la administración si no dejan todo atado.
No es un mensaje explícito, pero es profundamente claro: el sistema no espera continuidad, sólo gestiona la desaparición de su propio pueblo.
Esta lógica tiene consecuencias económicas profundas. Cuando el futuro se percibe como una línea cerrada y no como continuidad, la inversión a largo plazo deja de ser racional. Sin hijos, sin herederos y sin horizonte de transmisión, la acumulación de patrimonio pierde sentido económico y simbólico, y el consumo se vuelve defensivo y cortoplacista.
La economía entra así en un estado de gestión del declive: menos emprendimiento, menos riesgo, menos innovación y una dependencia creciente de ingresos improductivos vinculados a la muerte y no a la creación de valor.
En este contexto, la normalización de las herencias sin herederos como fuente estable de recaudación redefine la relación entre el Estado y sus ciudadanos. Un sistema que funciona mejor cuando la gente no se casa, no tiene hijos y muere sola envía una señal inquietante sobre qué futuro considera plausible y aceptable.
El nuevo Japón de Takaichi: visados prohibitivos, vigilancia reforzada y residentes extranjeros bajo sospechaEl riesgo no es sólo moral, sino estratégico: ninguna economía puede sostenerse a largo plazo si su horizonte implícito es la extinción ordenada de las generaciones que deberían garantizar la continuidad.
Japón ha convertido un fracaso social y demográfico en una fuente estable de ingresos públicos. La incógnita ya no es cuánto seguirá ingresando el Estado, sino cuánto tiempo puede sostenerse un país que equilibra parte de sus cuentas con la muerte en soledad de la generación que levantó el Japón moderno e hizo posible su liderazgo económico en Asia.