"Este es mi último concierto, el más importante, el que recordaré siempre", proclamó un Joaquín Sabina que, ahora sí, se va para siempre. Primero cantó Calle Melancolía con mensajes a Madrid y luego dijo: "Esta gira que empezó llamándose 'Hola y Adiós' ya solo se llama adiós. Me he colado en la memoria de varias generaciones. Sin vosotros, mis canciones no existirían".

El Movistar Arena, lleno hasta la última viga, despidió a un Joaquín Sabina con bombín blanco y luego marrón y luego chistera, como un mago que ha vivido para cantarlo. Y cuya voz ronca trataban de silenciar los aplausos casi incesantes, apabullantes.

En el foso, todos sus amigos, Ana Belén, Víctor Manuel, Benjamín Prado, David Trueba... Amigos que no dieron la sorpresa de cantar con él, que estaban como público escogido. Y en las gradas, miles de devotos, de peregrinos de sus temas, de sus poesías cosechadas a lo largo de más de 40 años de escenarios, whiskies, cigarros, caídas y resurrecciones.

No negó nada Sabina, ni la verdad, en su noche de despedida, una página de la historia tanto como de la música. Cantaba el maestro mientras pasaban por detrás las fotos de su vida, de otros Joaquines más jóvenes, rebeldes, tirados, saludables que el de ahora, pero no más artistas.

Sabina ya apenas canta de pie. Sentado en su trono, en su banqueta, no necesita hacerlo porque ya está de pie el público, la otra alma de Joaquín Sabina. "Ahora que tengo un alma que no tenía", tronaba la concurrencia con él.

"Es muy emocionante y conmovedor que haya venido tanto amigo. Este concierto de Madrid es el último de mi vida. Es el más importante", dijo en sus intervenciones.

Y se puso a buscar en el baúl de las canciones oxidadas, como la segunda que escribió hace más de 40 años.

Decir que entonó sus canciones más conocidas es como decir que cantó todo su repertorio. 19 días y 500 noches no la canto él, sino 12.000 almas con la lengua muy larga y la falda muy corta.

Un Sabina que competía en el escenario con fotos de otro más lustroso y de densa melena llamado igual tuvo momentos de emoción. Está claro que nadie le ha robado el mes de noviembre, el de su epitafio musical.

Más de cien palabras, más de cien motivos, más de cien mentiras contó y cantó Sabina. Porque vale la pena. Hizo un soneto cuando presentó a sus músicos, su otra familia. En rima, como un buen trovador, que es lo que esconde este Sabina que se marcha.

Insolencia, resaca, cocaína, tango, puta, malas compañías, luna, primavera, poeta... Un vocabulario que ha convertido en lenguaje, en un timón de tanto timonel, de tantos corazones cinco estrellas.

Sabina paseó con sus seguidores por el boulevard de los sueños rotos. Por Chavela Vargas, dijo, y casi lloro. La parte mexicana desgranó su latido más ranchero y popular. Nos dijimos adiós, ojalá volvamos a vernos.

Podría haber sido un buen final. Pero la cosa fue a más. Casi nos dan las 3. Y las 10, y las 11, y las 12, y la 1 y las 2. Hasta que nos encontró la luna sobre Madrid. Esto acabó cuando Sabina se quitó el último bombín y se inclinó ante el respetable.

No se sabe si ha escrito la canción más hermosa del mundo, aunque hoy todos creen que sí, y la más tramposa y la más triste y la más inmortal. Este domingo 30 de noviembre todos han sido amantes, novios, amigos, cómplices. El amor cuando no duele mata. Amores que matan nunca mueren. El de su público seguirá entero como una luna llena.

Tan joven y tan viejo. Joaquín Sabina.