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Bea CrespoEdurne Portela
Domingo, 14 de diciembre 2025, 00:10
... solidaridad que podrían hacernos más fuertes. Hoy la fuerza y el poder se miden en términos individuales y competitivos; todo en nuestro sistema de relaciones personales y laborales, de consumo y de experiencias, gira en torno al beneficio propio: cuánto dinero puedes ganar, cuántos seguidores —que no amigos— puedes acumular en una red social, cuánto capital de influencia puedes tener y, con ello, ganar más. El espacio público que compartimos está centrado en la experiencia individual y privatizada, monetarizada. Las ciudades cada vez ofrecen menos lugares donde las personas puedan simplemente estar juntas sin gastar dinero: parques y plazas con bancos cómodos donde echar un rato y conversar, espacios de esparcimiento o de cultura donde divertirse y aprender, intercambiar saberes, conocimientos y opiniones. El acceso al espacio compartido pasa, también, por el capital y esto, sin duda alguna, tiene consecuencias en las formas en las que nos relacionamos: afecta a quién tiene acceso a qué, con quién y cómo.No es fácil practicar la amabilidad cuando todo está diseñado para que seamos groseros y maleducados. Un ejemplo: el tratamiento que los aeropuertos y las aerolíneas dan sus los clientes. Últimamente he tenido que volar a Roma por trabajo desde el aeropuerto de Bilbao que, como la mayoría de los aeropuertos menores, opera con muchas aerolíneas de bajo coste. Son aerolíneas que por lo general tratan a sus clientes como ganado y cuyo sistema de embarque y política de equipaje hace que quienes las usan caigan en la inercia de actuar, también, como ganado: a veces bovino, a veces caprino, a veces porcino. La gente ya va al aeropuerto con ánimo beligerante y desconfiado: a ver si no hay retrasos ni cancelaciones, a ver si no me dicen nada por la maleta, voy a imprimir y llevar en todos los formatos posibles la tarjeta de embarque porque si no te funciona el QR te pueden cobrar hasta 70 euros, también si la maleta se sale un centímetro de las dimensiones... El día que volamos a Roma la gente se apretuja en la puerta de embarque en cuanto aparecen los operarios de la compañía. Hemos seguido las indicaciones de un cartel, todos muy obedientes, y nos hemos dividido en dos filas: priority y no-priority (Inciso: esta es una lucha de clases impuesta por las compañías con sus políticas abusivas para que, quien pueda pagar, viaje no tanto con privilegios, sino con un mínimo de comodidad). Estamos ya formados y ansiosos, la gente rebufa, el vuelo acumula dos horas de retraso y no nos han dado ninguna explicación. Cuando por fin abren el embarque la operaria cambia el cartel de sitio, con lo cual no solo reduce el espacio para que desembarquen los pasajeros del avión que después tendremos nosotros que abordar, sino que causa el caos en las dos filas. Quienes están esperando desde hace rato pierden su puesto en la cola porque los avispadillos que han visto el movimiento de cartel aprovechan para colarse. Un pobre niño recrimina a su madre: ama, qué vergüenza, le dice, no te cueles. ¿Qué lógica ha seguido esa operaria? ¿Por qué cierra el paso a la estampida de pasajeros que intentan salir —hartos ya porque su vuelo llega a Loiu con dos horas de retraso— y además provoca el caos entre las ovejitas mansas que llevamos las mismas dos horas esperando y que nos hemos colocado ordenadamente para embarcar? ¿Es falta de inteligencia o exceso de crueldad? Hay una persona en la fila de avispados que, ante las quejas de quienes ven su lugar desplazado, alza la voz y muestra una amabilidad inusitada en estas situaciones: «tranquilos, usaremos el sentido común y pasará quien haya llegado primero». Yo le agradezco sus buenas palabras, expreso mi desconfianza en el sentido común y nos mantenemos a la espera unos veinte minutos más. El hombre amable mantiene su promesa cuando por fin abren el redil en el que nos tienen encerrados y mantiene por unos momentos los empujes de los avispados.
En el vuelo de vuelta hay una situación similar: en el redil de los priority hay una fila bien hecha, pero cuando entramos mi marido y yo la operaria nos dice que nos adelantemos a la fila hasta el acceso. Los que ahí están nos miran al principio con verdadera hostilidad hasta que decimos que nos han mandado ponernos ahí pero que respetaremos los turnos. Unas breves palabras bastan para amansar a las fieras.
Hemos potenciado tanto el individualismo, la autonomía y supremacía del yo, nos han vendido tan eficazmente que el deseo particular es un derecho, nos han manipulado de forma tan poderosa que nos han convertido en ovejas —o vacas, bueyes, cerdos— amaestradas llenas de resentimiento. Pero en vez de rebelarnos contra quienes controlan el redil, nos revolvemos las unas contra las otras.
Cuando se cae un palo del redil —como durante el apagón— nos desconcertamos, nos miramos entre nosotras y, por un momento, nos acercamos, sonreímos, incluso nos cuidamos. El día que nos cruzamos con otra ovejita amable —un taxista napolitano, un viajero, una joven tatuada que te sonríe con ternura— nos conmovemos y pensamos que esto es lo que nos salva: sentirnos seres dignos de ser amados.
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