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Querido Nickie: lamento que la gripe te haya dejado así. No sé cómo funcionan estas cosas en Sheffield, pero yo estuve enfermo en Londres y, créeme, aún no me he recuperado de la sensación de abandono de aquella sala de espera en King's ... Cross. Pero te entiendo bien porque también yo he estado mal estos días. Y sé exactamente en qué momento y en qué lugar sucedió: lo sentí como un latigazo. Venía paseando desde la Plaza de España, de vuelta a casa. Cuando me sonó el móvil estaba pasando por la puerta de ese colegio y eran las nueve de la noche en todos los relojes. Lo sé porque en ese instante doblaban las campanas, no soy capaz de saber de qué iglesia. Aunque posiblemente doblaran por mí.
Cuando miré el teléfono vi de fondo la luz de un escaparate como quien ve la luz al final del túnel y, poseído por todo el espíritu de la Navidad junto, decidí que era pronto para retirarme. Ese fue mi primer error, Nickie. Enfilé esa misma calle hasta llegar a un bar que hay en mi barrio y que a determinadas horas es una mezcla entre la Gran Vía en día de estreno y el vestíbulo del Wellington en la noche de fracaso de un torero. Allí, en el Wellington, vivió Curro Romero, del que ya te he hablado. Su compañero de habitación era un mono titi al que bañaba todos los días y que, según el propio Curro, «tenía mucho arte». El mono se llamaba Jaime, era muy friolero y digamos que no fue capaz de aguantar tantas bañeras. Dice Alberto García Reyes que Jaime murió de limpio.
El origen de la noche de los difuntos se encuentra en la festividad celta de 'Samhain', cuando, según cuenta la leyenda, los muertos salen de sus tumbas y vuelven a sus casas para exigir a los vivos que recen por sus almas
En cualquier caso, tras mirar el móvil, me fui a abrazar a unos amigos muy cofrades que andaban reclamándome en el bar para felicitarme la Navidad, el año y la cercanía de la Cuaresma, que, según ellos, está al caer. A alguno le oí decir que ya olía a incienso, ya sabes nuestra pasión contrarreformista. Yo creo que, si por ellos fuera, serían capaces de coger al niño del pesebre, arrebatárselo de los brazos de su madre y llevarlo directamente al Gólgota. Por ir abreviando, vaya.
Horas antes había estado comiendo con un amigo y las endorfinas hacían la conga con mis neurotransmisores en un corazón de gala. A la salida, y aún secándome las lágrimas de los ojos, estuve a punto de cantarle una saeta al cocinero, que, a esa hora, confitaba pimientos. El vino, la alegría, la amistad y un par de copas elevaron la anécdota a categoría. Y, como te decía, de vuelta a casa sentí el frío animal y desolador, la niebla descorazonadora, las luces de Navidad difuminadas sobre un crepúsculo cruel y salvaje.
«Luego, en el bar, entré en calor por fuera, pero no por dentro».
Hay otros fríos, es verdad, fríos como el vuestro, que son fríos de chichinabo y de herejía luterana. Están también los fríos del desierto, los fríos costeros, los montañosos y los que vienen en forma de temporal con nombre de vieja. Pero ese frío era otra cosa, lo sentí en los huesos como un presagio y supe que ni toda la ropa del mundo sería capaz de aislarme de una sensación de desdicha tan íntima y tan absoluta. De alguna manera, el frío me poseyó como si llegara por primera vez. Luego, en el bar, entré en calor por fuera, pero no por dentro. Aquel frío reversible no tenía nada de amable, de bucólico ni de romántico; era un frío homicida y silencioso, un frío de niño enfermo que llegó a mi vida sin dar señales y con la seguridad de que esta vez no habría consuelo. Era un frío diferente, un frío que no avisaba, algo que nunca había sentido y que, al contrario que otras veces, no venía a mí: brotaba de mí.
Las décimas de fiebre se convirtieron en 39 grados. Y el delirio, en columna
Durante un momento me sentí perdido, miserable y cumpliendo una especie de designio divino, trascendental y ajeno. En esta ciudad no hay refugios de madera para el alma, Nickie, ni tampoco esas camareras con pecas que os sirven chocolate caliente ni luces horteras como las de Vigo. Y el frío no venía acompañado de chimeneas lentas, ni de beagles con orejas largas como en los refugios de los Cotwolds. No servían para nada las mantas de Ezcaray, con sus colores pastel coherentes y femeninos, ni las bufandas ocres ni el borreguillo de los disfraces de pastorcillo. El frío que sentí era un frío negro que bajaba de un cielo blanco, de un cielo resplandeciente al que no se podía mirar, porque te cegaba. Y sin más detalles, un par de horas después llegué a casa. Las décimas de fiebre se convirtieron en 39 grados. Y el delirio, en columna.
Estos días todo río es un río Tártaro. Este es el lugar más bajo del universo, mucho más que el inframundo. La niebla no me permite ver ni sentir con nitidez. Pero tampoco me deja oír, Nickie, este frío lo llena todo de exclusión, como esas cámaras de aislamiento que te enfrentan al sonido de tu propia sangre. Y la vida se ha puesto en pausa hasta después de Reyes.
Miro por la ventana mi barrio y veo el humo de las calefacciones mezclándose con la niebla en un amarillo sulfuroso que rebota contra las paredes tristes. A esta hora no hay nadie por la calle. Cuando cae la noche el suelo está mojado, como legando una capa de barniz líquido y aceitoso. Cuando lleva un rato sin pasar nadie, se comienza a congelar y forma una capa de humedad extensa, pero sin profundidad, como el talento del columnista. Los campanarios están cada vez más altos, hay sitio para aparcar y alrededor del pino de la plaza hay perros que no ladran para no interferir en la felicidad de los niños que sueñan con ser escritores ni en los de los escritores enfermos de infancia.
Son semanas duras en una tierra dura. Los solitarios están aún más solos en este lugar y de nada sirven las mantas ni las estufas. La belleza no comparece, la primavera es un mito que no llega, los pueblos se duermen entre el abandono y el olvido y los animales se repliegan, como no queriendo aceptar la verdad que se les viene encima. En la propia noche resplandece el cielo, Nickie, como si fuera a nevar. Y la mañana se abre avergonzada, pidiendo a la vez perdón y permiso. Se echa de menos la compañía y la alegría. A todo esto, lo solemos llamar hogar: un lugar difícil, duro y sin demasiada esperanza. No lo cambiaríamos por ningún otro.
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