Ábalos amenaza desde prisión con romper el pacto de silencio; el Gobierno se revuelve y los de Bildu sostienen que Cerdán es inocente, que es una víctima judicial por ahormar una sólida entente entre su partido y el PSOE. Por su parte, Sánchez y Bolaños mantienen a su vez que el inocente es García Ortiz, condenado por el Supremo. Lo reiteran porque fían su narrativa a la sentencia del TC, que fijó doctrina con los condenados por los ERE.
Este es el estado de la cuestión, cuyo antecedente más inmediato fue el 41º Congreso socialista, cuando Sánchez celebró y glorificó la corrupción en el PSOE: en pie, los compromisarios aplaudieron a Begoña Gómez, Sánchez loó a los responsables de la trama de los ERE y, junto con Zapatero, encumbró a Cerdán cuando probablemente Sánchez ya conocía de los avances de la investigación. Parte del éxito de permanencia de Sánchez radica en tejer y extender una tupida red de complicidades.
Para Sánchez, el partido puede ser chiquito pero férreo. En 2011, Zapatero -aunque el candidato fue Rubalcaba- lo dejó con apenas 7 millones de votos y 110 escaños. En 2015, Sánchez obtuvo 5,5 millones y 90 escaños. Con ellos, Sánchez pretendió ser presidente. Su partido le puso una línea roja y otra naranja: sin los nacionalistas y con Rivera de contrapeso a Iglesias. Sánchez, el único que quería que fraguara el potaje, no pudo consumar su gran salto y se escudó en aquella cursilada de "poner en marcha el reloj de la democracia".
Sánchez era el candidato del aparato y todavía sonaba bien. A pesar de que ya mostró algunos signos de su condición pendenciera en el debate electoral con Rajoy. Lejos de recuperarse, en 2016 conservó a la baja sus 5,4 millones de electores y 84 diputados. Con ellos fue presidente. Iglesias y sus fuerzas satélites le pisaban los talones. Entonces giró bruscamente el volante: "Me equivoqué con Podemos". La izquierda se había roto y él no podía unirla sino amalgamarla. El partido lo depuso. Iglesias, y quizás Sabiniano Gómez, mandaron a sus bases a protestar a Ferraz.
Él arremetió contra El País y Telefónica. Iglesias anudó las interconexiones con las herriko tabernas. La trama de Cerdán ya operaba en Navarra. Años atrás, Zapatero había negociado con ETA un referéndum para incorporarla al País Vasco: "habría que darles algo", reconoció. Zapatero ya elogiaba a Otegi. Ese caldo de cultivo propició la moción de censura de 2018: Zapatero -ya de negocios en Venezuela- y Sánchez concluyeron que el PSOE era simplemente un vehículo de poder. Renunciaron a restablecer su posición sistémica y hegemónica. Sin usar un carril alternativo no recuperarían La Moncloa. Aparecieron Delgado, Garzón, De Prada... Bildu, bien atado, era el cebo para el PNV; Navarra, palanca y horizonte. Todos acordaron tomarla por la vía lenta aunque todo fue más rápido de lo inicialmente previsto. En 2017, Sánchez creó Bancal de Rosas con dinero no identificado para sus primarias y designó a Cerdán gran muñidor.
Desde el poder organizó los "viernes sociales" y cosechó sus mejores resultados: devolvió al PSOE a los 7,5 millones de votos. Sin embargo, en noviembre, de nuevo, 6,7: 120 escaños. Su coreografía entonó "Con Rivera, no". Ábalos se mostró implacable con él; por orden de Sánchez, pero también por interés propio. Rivera, que identificó a la "banda de Sánchez", no hubiera consentido la ciénaga como lo hacen sus peones, de Díaz a Esteban, de Urtasun a Rufián; de Otegi a Belarra: así funciona el sistema de dependencias múltiples.
Luego la pandemia paró el reloj, justo cuando Ábalos cambiaba siete veces su versión sobre el aterrizaje de Delcy Rodríguez. El resto han sido tramas -de mascarillas, hidrocarburos y comisiones por obra-; rescate de Air Europa y la venezolana Plus Ultra; promoción obscena de Begoña Gómez, burdo enchufe del hermano de Sánchez, viajes a Ginebra, Ley de Amnistía y utilización viscosa de la Fiscalía General del Estado. Todo sin Presupuestos desde la legislatura anterior. El Parlamento ha tumbado la senda de déficit. Sánchez farolea en inglés y gana otra noche: "Ni tan mal".