- ANDRÉS STUMPF. BRUSELAS
El ex economista jefe del BCE considera que Europa vive a día de hoy en la "ilusión Bruselas", que es la idea de que sigue teniendo influencia como para sentar reglas y estándares globales.
Peter Praet (Herchen, Alemania, 1949) observa el panorama internacional con una mezcla de preocupación y claridad analítica. El que fuera economista jefe del Banco Central Europeo (BCE) entre 2011 y 2019, asegura que lo que está ocurriendo no es una oscilación pasajera ni una disputa arancelaria más, sino un giro profundo en el equilibrio global que definió las últimas siete décadas.
- ¿Cómo valora el actual entorno geopolítico?
A mi juicio, es fundamental entender que no estamos ante un episodio coyuntural, sino ante un cambio estructural del orden internacional. Mucha gente habla de aranceles, acuerdos comerciales o disputas puntuales, pero eso es casi anecdótico. Si estuviéramos hablando de una shock puntual, sería algo manejable. En cambio, estamos en un mundo donde se está rompiendo el marco de cooperación multilateral que ha funcionado durante siete décadas.
Lo más impactante, en mi opinión, es el giro extremo que ha dado Estados Unidos. Durante la posguerra fue el pilar del multilateralismo y el garante de un sistema basado en reglas, pero ahora, con Donald Trump, se presenta como una víctima de un orden global que él mismo ha promovido.
Trump ha llegado a afirmar que la Unión Europea se creó para "joder" a los estadounidenses. Ese tipo de lenguaje brutal, agresivo e impropio de diplomacia nunca lo habíamos escuchado de un presidente estadounidense. Y lo más preocupante es que ya no se trata solo de retórica: detrás hay una estrategia sistemática que mezcla economía, geopolítica, comercio, finanzas y seguridad para obtener ventajas en una lógica de suma cero: si yo gano, tú pierdes.
Es bastante diferente de lo que ocurrió durante la primera presidencia de Trump.
- ¿Y en qué posición queda Europa en este contexto?
Europa siempre creyó que su poder comercial era suficiente para negociar de igual a igual con EEUU y otras potencias aunque careciera de un poder político real. Ahora descubrimos que, cuando Washington mezcla comercio con geopolítica, somos frágiles.
Durante décadas, EEUU ejerció una hegemonía benevolente: lideraba, influía, pero no buscaba la sumisión de otros países. Ese mundo ha desaparecido. Hoy vemos una superpotencia que utiliza todos sus instrumentos para extraer concesiones de sus aliados y adversarios por igual. Eso incluye desde aranceles a sanciones, pasando por la tecnología, el dólar y su poder militar.
El poder comercial de Europa ya no es suficiente sin poder político. No tenemos la capacidad de actuar unidos en política exterior y de defensa, y eso deja a la UE desprotegida.
- Parece que se ha perdido la capacidad de influir en el ámbito internacional.
Es así. Durante años se habló del "efecto Bruselas", la idea de que la UE, apoyada en su potencia comercial, podría definir estándares globales en regulación, datos, sostenibilidad, protección a los trabajadores... Yo creo que hoy vivimos más bien la "ilusión Bruselas", que es la idea de que podemos seguir sentando esas reglas.
Washington ahora nos desafía agresivamente incluso en esos terrenos. Piense en las normas contables de sostenibilidad. EEUU ha dicho que no reconocerá ciertos estándares europeos, obligando a nuestras empresas a adaptarse a estándares estadounidenses. Eso es una batalla regulatoria abierta.
El poder económico ya no basta para sobrevivir en un mundo que se organiza en torno al poder político. Europa debe adaptarse o puede seguir siendo un mercado abierto en un mundo que ya no se rige por esas reglas.
- ¿Qué es lo más preocupante de este cambio estructural: que provenga de EEUU o que provenga de un aliado histórico?
Ambas cosas, pero es especialmente grave porque proviene de Estados Unidos. El sistema multilateral que nos permitió décadas de estabilidad y prosperidad fue diseñado bajo liderazgo estadounidense y ahora se está desmoronando.
Hablo, por ejemplo, del principio de nación más favorecida de la OMC, que evitaba que un país grande aplicara discriminación selectiva contra países pequeños. Ese marco protegía a los débiles frente a los fuertes.
Hoy vemos lo contrario: trato preferencial según simpatías políticas. Mire el contraste entre Argentina y Brasil recientemente. A uno se le prometen apoyos financieros extraordinarios; al otro, barreras y hostilidad. Es el fin de la neutralidad del sistema de reglas.
- ¿Qué papel tienen China y Rusia en este nuevo escenario de incertidumbre global?
China es esencial. El nuevo orden mundial no se entiende sin la rivalidad estratégica EE UU-China. Europa se ha visto colocada en medio de una confrontación entre dos gigantes que disponen de poder económico, tecnológico, militar y financiero. La UE no estaba preparada para ese mundo bipolar, ni política ni institucionalmente.
Y luego está Rusia, cuya invasión de Ucrania ha sido un shock enorme. Primero energético, luego geopolítico, y también psicológico: nos obligó a reconocer que éramos extremadamente dependientes del gas ruso y de la protección militar estadounidense. Europa descubrió de golpe que era vulnerable en energía, tecnología, defensa e incluso finanzas.
- Repite la idea de la vulnerabilidad europea. ¿Faltaba preparación en la UE para enfrentarse a lo que ha ocurrido?
Me refiero a que la Unión Europea ha gestionado cada crisis desde la improvisación. Resistimos, sí. Pero hace veinte años que siempre llegamos tarde a los acontecimientos. La crisis financiera reveló que no teníamos una unión bancaria adecuada ni mecanismos de resolución. La crisis de deuda mostró que carecíamos de un marco fiscal compartido capaz de responder colectivamente. La pandemia evidenció que no teníamos reservas, ni autonomía, ni coordinación sanitaria. La invasión rusa mostró nuestras debilidades energéticas y nuestra dependencia en defensa. Y ahora, la rivalidad entre Estados Unidos y China revela que estamos muy atrasados en tecnología estratégica. Lo impresionante es que cada shock nos encontró con una arquitectura incompleta.
El BCE se ha erigido en muchas ocasiones como el sostén de la economía y del bloque asumiendo más responsabilidades de las que le correspondían. Políticas como los programas de compras de deuda, extraordinarios en principio, se prolongaron demasiado porque las reformas estructurales no llegaron lo suficientemente rápido.
Europa ha demostrado resiliencia, sí, pero a costa de acumular desequilibrios: deuda alta, fragilidad energética, dependencia tecnológica, una unión bancaria incompleta, etc. Y en paralelo avanzan shocks de largo plazo, como el cambio climático, que es un desafío existencial.
- Con todas esas crisis y desequilibrios, ¿no debería haberse visto antes en Europa un auge populista como el de Trump en Estados Unidos?
El fenómeno no es exclusivamente estadounidense. Lo que vemos en EEUU es simplemente una expresión dramática de una tendencia global: la fragmentación social. Mire España, Italia, Bélgica, Francia, Alemania... La polarización está en todas partes. Las sociedades se dividen entre ciudades y zonas rurales, entre élites y clases medias, entre cosmopolitas y quienes sienten que pierden su identidad.
En Estados Unidos se suma otro factor: un núcleo duro de votantes extremadamente radicalizado. Quizá un 30% del electorado republicano es verdaderamente extremista. Pero alrededor de ese núcleo hay otro 20% que no es extremista, pero tolera esas posiciones debido a la frustración o la desconfianza hacia las instituciones. El resultado es un bloque electoral capaz de llevar a un líder como Trump nuevamente al poder.
- ¿Cómo cree que hemos llegado hasta esta situación en el mundo?
Hay un componente económico, por supuesto: la visibilidad creciente de las desigualdades. Pero también hay un componente cultural y tecnológico. La revolución digital ha creado una sociedad donde la comparación es permanente. La gente ve constantemente cómo viven otros, qué tienen, qué pueden permitirse, cómo progresan.
Esto amplifica la percepción de desigualdad, incluso cuando las cifras objetivas no empeoran. Además, muchos ciudadanos sienten que su identidad cultural está en riesgo. Y cuando a eso se suma una sensación de estancamiento económico, el terreno es fértil para discursos que buscan culpables.
La inmigración, por ejemplo, es un fenómeno positivo en muchos casos, pero cuando se percibe que supera la capacidad de integración, genera rechazo. Los políticos han subestimado estos efectos psicológicos y culturales. Muchas personas sienten que pierden su lugar en el mundo.
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