La acusación se refiere a hechos que supuestamente ocurrieron a principios de la década de 1980, cuando Adolfo Suárez ya no estaba en el Gobierno. Que el ex presidente no pueda defenderse no merma el derecho de la víctima a compartir su testimonio. Sin embargo, es importante distinguir entre el sano propósito de conocer la verdad y el dudoso objetivo de fabricar equivalencias. Sospecho que si Paco Salazar hubiera sido acusado de hurto ya habría alguien diciendo que Gutiérrez Mellado robaba los bolis del Palacio de la Moncloa.
El razonamiento es simple: si en nuestro bando hay acosadores, debe haberlos en el vuestro. Lo intentaron con Juanma Moreno y Núñez Feijóo, pero no cuajó. Ahora prueban con Suárez, cuyo señalamiento aspira a un doble trofeo: empatar el partido del acoso y erosionar la imagen de una figura clave de la Transición. En este caso, el pasado no se recupera para hacer justicia u honrar a las víctimas, sino para cambiar de tema y ajustar cuentas históricas. Sabemos bien que no todo recuerdo del pasado es un acto de justicia. A veces busca reparar; otras, munición política para el presente. En estos casos, el pasado no se revisa: se explota.
Los objetivos espurios de quienes difunden la noticia no deberían mermar el derecho de la víctima. Aunque en mi opinión, desde el punto de vista moral, las acusaciones requieren una justificación proporcional al daño que causan. Por eso es obligado preguntarse qué puede traer su testimonio. Con la responsabilidad penal extinguida, la responsabilidad civil prescrita, sin pruebas y desde el anonimato, el único desenlace judicial factible es que la víctima sea condenada por perjuicio al honor.
La mujer, hoy sexagenaria, dice perseguir la reparación personal. Esta pasaría por desmitificar la figura de Adolfo Suárez y desproveerle de todos los honores, empezando por la retirada de su nombre del aeropuerto de Madrid. Lo más llamativo del testimonio de la víctima es que le reprocha a Suárez sus fracasos. Según ella, nunca pudo obtener puestos de responsabilidad que seguro habría alcanzado de no haber sido agredida. Conviene recordar que una persona traumatizada merece nuestra compasión, pero sus afirmaciones no tienen automáticamente autoridad moral. El trauma, aunque les pese a nuestros populistas, no confiere infalibilidad epistémica.
Pero supongamos que la acusación es cierta. ¿Por qué reconocer su derecho a la reparación moral requiere moralmente la destrucción simbólica de una figura histórica? Una cosa es el derecho a expresarse y otra a exigir sanciones públicas. La acusadora merece empatía, pero carece de autoridad para remodelar la memoria y las instituciones públicas unilateralmente.
Seguramente Suárez no era un modelo de ética personal, como tampoco lo fueron el Rey Juan Carlos o Carrillo, pero todos contribuyeron a la llegada de la democracia. Reconocer esta ambivalencia no es ser hipócrita, es ser adulto. ¿Cuál es la alternativa? ¿Anular los logros políticos de Suárez? ¿Convertir la Transición en un hito ilegítimo? Esa es la apuesta de Podemos. El objetivo del Gobierno, abrazando la causa, es su propia redención: «Ignoramos a las víctimas del mes pasado, cuando el acusado era de los nuestros, pero mirad cómo cerramos filas con las víctimas de hace cuarenta años y cuando el acusado está muerto». Lo preocupante no es la imperfección moral de una figura histórica, sino la frivolidad con la que hoy se usa el sufrimiento ajeno para ganar batallas políticas.